Turismo ¿Economía de servicios: arma de doble filo?
- anitzeld
- 24 sept
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El turismo en Myanmar, aunque no era la base de la economía —dominada por la agricultura, la minería y el gas natural—, sí se convirtió en una apuesta estratégica del gobierno para diversificar ingresos y mejorar la imagen del país tras décadas de aislamiento. La apertura política de 2011 disparó la llegada de visitantes: de apenas 800 mil turistas en ese año a más de 4 millones en 2019. Myanmar parecía encaminarse a un boom turístico que prometía transformar su futuro.

En 2013, Myanmar parecía un sueño que apenas despertaba después de cincuenta años de pesadilla militar. Las calles de Rangún tenían el aire de un lugar que había estado en pausa demasiado tiempo. Los templos, las pagodas doradas, los lagos con barcas de madera: todo seguía ahí, intacto, como si la historia hubiera pasado de largo. Había pocos turistas, apenas algunos mochileros desorientados que miraban alrededor y se preguntaban si de verdad habían llegado a un país entero recién abierto al mundo. La comida era la misma de siempre: curris densos, hojas de té fermentadas, sopas de fideos que olían a humo y a carbón. Comer en Myanmar era masticar historia sin filtros.
El turismo empezaba a llegar con timidez. Algunos veían en eso un futuro brillante: divisas frescas, trabajo para guías, choferes, hoteles. Otros intuían la trampa: abrir la puerta significa dejar que el mundo entre, y el mundo suele entrar con prisas, a veces con botas.
Diez años después, todo cambió. Primero la pandemia apagó los aeropuertos. Después, el golpe militar de 2021 devolvió el país al miedo, a la violencia, a la desconfianza. Hoteles que antes prometían “lujo a orillas del Inle” cerraron con candados oxidados. En Bagan, donde antes los turistas subían a globos aerostáticos para ver el amanecer sobre los templos, ahora reina un silencio extraño, roto a veces por los combates en las afueras.
El turismo en Myanmar se convirtió en un arma de doble filo. Cuando hay paz, cuando las carreteras están abiertas, da trabajo, alimenta familias, conecta mundos. Pero basta una chispa —una enfermedad global, un tanque en la calle— para que todo se derrumbe. El país que alguna vez pareció “el último rincón auténtico del sudeste asiático” ahora es también el espejo de lo frágil que puede ser una economía basada en sonrisas y servicio.
Myanmar sigue siendo hermoso, brutal, humano hasta el hueso. Su comida no ha cambiado. El té todavía se sirve en vasos de vidrio empañado en las casas de té, los pescadores aún reman con una pierna sobre el lago Inle, las pagodas siguen doradas aunque el mundo alrededor se queme. Pero la pregunta que queda es la misma: ¿qué precio se paga por abrir la puerta al turismo? ¿Y qué queda cuando el turismo, inevitablemente, se va?
Hoy un informe de la ONU muestra el sombrío panorama de Myanmar, una nación en caída libre, donde casi el 50% de la población vive por debajo del umbral de pobreza, y un 25% apenas lo supera. El documento subraya la necesidad de un compromiso internacional activo y de negociación con todas las partes implicadas para ayudar al país.
Prime Video volvió a poner en pantalla la serie de Anthony Bourdain Lo desconocido, y ha sido un placer redescubrirla. Revisitar esos capítulos es como abrir un archivo de viajes a un mundo que ya cambió. En 2013, Anthony Bourdain llegó a Myanmar. El país apenas abría las ventanas después de cincuenta años de encierro militar.
Bourdain —ese periodista disfrazado de viajero— sabía ver estas cosas. Sus programas no eran guías turísticas, eran testimonios de un tiempo que ya no existe. En Myanmar dejó claro que el turismo podía ser salvación y condena al mismo tiempo. Al final del capítulo, Bourdain deja la pregunta flotando en el aire: ¿una economía de servicios es un salvavidas o un arma de doble filo?
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En México, el turismo también sostiene comunidades enteras —de playas caribeñas hasta pueblos mágicos—, pero la violencia, los huracanes y las crisis económicas recuerdan lo mismo que en Myanmar: depender demasiado de la sonrisa al visitante es caminar siempre en la cuerda floja.
Anitzel Díaz
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