El tesoro rojo
- anitzeld
- 14 sept
- 2 Min. de lectura
No es el filósofo el que sabe donde esta el tesoro sino el que trabaja y lo saca. Francisco de Quevedo

Se sentaban en mi cama. “Mira, por esta”, y hacía con la mano la señal de jurar. Yo lo sentía: el peso, el rechinido de la cama. “Niña, se me caían los calzones del susto”, decía mi pobre abuela.
Si le hubiéramos creído, otro gallo nos hubiera cantado. O no. Ya ni sabe uno. Resulta que eso de los tesoros era real y había uno enterrado en una casa de adobe que rentamos un día Don Vic y yo, a las afueras de Puebla. Ni me acuerdo cómo fuimos a parar a ese pueblo que hoy será dizque muy bonito, pero en ese entonces eran tres calles de terracería y uno que otro ranchillo. Eso sí, mucha iglesia y campanario. La casa se estaba cayendo, por eso nos fuimos. La niña les hacía tremendos hoyos a las paredes, que ya se descarapelaban todas. Tenía su corral y una huertita. Todo era color adobe, sepia, tierra.
Le sembré unos malvoncitos, pero nunca se me dieron las plantas, no les tengo paciencia.
Pues eso: que la abuela a dice y dice que la espantaban en las noches. Que alguien se le subía a la cama y le decía que buscara atrás del corral. Una mujer, una niña. La miraban dormir. “Aquí hay dinero”, dijo. Todos la tiramos a loca, pos ¿quién se iba a creer que había sustos, fantasmas y tesoros?
Al pie de los volcanes estaba el pueblo. Sigue estando. Al pie de la pirámide, al pie de la iglesia. Si ya Cortés había limpiado el poblado cuando llegó, poco o nada quedó. Como “pueblo rojo” se le conoció por mucho tiempo. Con tanto muerto que hubo, como si fuera un día de lluvia roja, decía la leyenda. Un pueblo cubierto de iglesias que tapaban ermitas profanas.
Resultó que la casita que rentamos había sido parte del atrio de uno de esos templos, y sí que había dinero. Mucho. Ollas en las paredes llenas de monedas, o eso dicen las malas lenguas. Pos cómo, si no, se hicieron ricos los compadres en cuanto nos fuimos. Sí, los que nos rentaban eran nuestros compadritos, padrinos de la mayor.
Nunca supimos de cuánto fue el tesoro. Mucho debió de haber sido, si hasta hoy viven los descendientes de ese montonsito de moneditas que encontraron. Su buen negocio montaron, los compadres. Compraron dos camioncitos, dijeron, y bien que les duraron.
Anitzel Díaz
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