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Pero esa… esa ya es otra historia

  • anitzeld
  • 30 ago
  • 6 Min. de lectura

Atl hablaba como si el aire le obedeciera: de volcanes que eran hermanos, del viento que podía atraparse en un lienzo, del color que arde en la piedra.



Dr Atl
Dr Atl

Llegamos a la capital cuando yo tenía doce años. Estaba muy niña, pero me sentía ya grande. Fue un golpe duro venir de provincia: apenas me bajé del tren y escuché el modo de hablar, el ir y venir de carros —allá no había tantos— me sentí en otro mundo. Y con todo lo que nos habían contado de los asaltos y la inseguridad veníamos asustadísimos. La mera verdad, nunca me pasó nada de eso, pero el miedo lo traíamos encima.


Mi mamá se vino siguiendo a don Fernando. Pasó un día por el pueblo y se la llevó, ni cuenta nos dimos. Llegamos a la casa y la abuela estaba anegada en lágrimas; solo nos dijo entre sollozos que Carmen, su hija, se había largado y no iba a volver más. Medio acostumbrados estábamos a que la Negra, como le decía mi abuela, desapareciera. Pero hasta nos gustaba: cuando regresaba siempre traía regalos, dulces y disculpas, y por un rato mi hermano y yo podíamos hacer nuestra santa voluntad. Claro, luego se le ponía la cara roja de muina y nos pegaba, y sabíamos que pronto se iba otra vez.




Pero esa vez fue distinto. Vimos a la abuela mal. Agarró la ropa, se fue para el lavadero, nos soltó dos pesos para comer y ya. Nos miramos mi hermano y yo, y nos fuimos a jugar: éramos chamacos, muy chamacos. Pasó el tiempo y la Negra no regresaba. El dinero se estaba acabando; lo notábamos en la sopa cada vez más rala. La abuela lavaba y planchaba para las viejas estiradas de Hermosillo, y lo odiaba: odiaba ser lavandera. Yo iba a la misma escuela que esas chiquillas; las monjas se “apiadaban” de mí, pero me cobraban la entrada a su manera. Y como yo era retechula, peor: las canijas escuinclas y las monjas me hacían la vida de cuadritos.


La Negra no volvía, mi hermano se dio al vago y la abuela lloraba tanto que hasta se le ponían los ojos chuecos. Hasta que un día empezó a empacar nuestras chivas, nos agarró y nos subió al tren. No sé cuánto tiempo después, llegamos a la capital.


¡Ay Dios! Casi se me caen los calzones cuando la vimos. Sí, allá donde vivíamos no había más que tierra, un calor del infierno y nosotros, un trío desahuciado: dos escuincles mugrosos y una vieja cargando una vida de penas. Pero cómo recuerdo esa primera vez que vi la ciudad: se me llenaron los ojos de lágrimas, de puro asombro, de puro miedo. Tanta gente, tantas casas, tanta mugre. Yo me sentía en otro mundo, y pensar que no éramos ni un millón en esa época.


La Negra —que a partir de ahí se volvió “mamita linda”— nos recogió y nos metió a una vecindad en la calle de San Miguel, ahora creo que es Izazaga, por Pino Suárez, justo en la esquina donde hoy está el tianguis de chucherías.


Ahí llegamos, muertitos de miedo, y con el rumor de que espantaban, peor. Años después me enteré de que debajo había piedras de los aztecas. Con razón.


Nosotros no estábamos acostumbrados a estar encerrados. Pobres sí, pero libres. En el campo los niños éramos mugrosos pero libres. Aquí, en cambio, me sentí oprimida en un cuartito. Allá la casa tenía varios cuartos, un patio central con pájaros, un corral lleno de animales. La cocina era enorme, con su estufa grande de leña, y la huertita con cinco arbolitos que alegraban el lugar. Eso fue lo que más me costó: perder el aire libre.

Aunque confieso que agradecí la magia de la luz eléctrica, porque allá todavía usábamos quinqués.


La Negra, o mamita linda, puso una cenaduría: La Lolita. Restaurante según ella; changarrito según yo. La ayudaba la Nicanora, ay, la Nica, cuánto me acuerdo de ella. Siempre me alcahueteaba, fue mi amiga. Yo disque iba a la escuela: una en la calle de Nezahualcóyotl, que hasta hoy sigue en pie. En la mañana era la República de Argentina y en la tarde la República de España. Ahí conocí al maestro Tacho, que me platicaba mucho porque yo le contaba que mi papá trabajaba en el gobierno de Sonora, que lo mandaban a las reservas yaquis.


A veces lo acompañaba. Me acuerdo de los pueblos: Vícam, Pótam y Bácum. Un buen día dijo que se iba a Veracruz, su tierra, y nunca volvió. Lo fui a buscar, pero esa es otra historia…


La puritita verdad es que nunca se me dieron las letras. Tengo la cabeza dura, o como decía el Don: “tienes aire, mi chatita”. Me gustaba más irme a pasear, a contonearme por ahí. Ya estaba entradita en la adolescencia y me sentía reina. Y por un tiempo lo fui, hasta que de sopetón me bajaron a la tierra, pero ese también es otro cuento…


Pino Suárez y Corregidora a finales de los años cincuenta. El Universal
Pino Suárez y Corregidora a finales de los años cincuenta. El Universal

Nunca me había dado cuenta de cómo me miraban los hombres. ¡Ay! cómo me decían cosas en la calle. Yo me ponía roja como tomate y caminaba rapidito. Había uno en especial: un cadete. Mi primera ilusión. Tenía 18 años y se llamaba Hugo, hijo de un general. Bien guapo, blanco, alto, era el abanderado del colegio militar de Enlace y Transmisiones, que quedaba a tres cuadras de mi escuela. Nuestro noviazgo era de recaditos y cartitas: yo le mandaba pañuelitos bordados y él me mandaba florecitas que cortaba en un jardín frente al hospital Juárez, siempre con la Nicanora de mensajera.


En esa época todos eran militares. El general Ávila Camacho fue el último presidente militar, pero después de la Revolución todos lo eran. Muchos ni sabían escribir, firmaban con la huella. A Fernando eso lo enojaba, porque él nunca pasó de capitán por un defecto en los ojos. Hasta mis padrinos eran generales. Los Garay Olguín, tan buenos conmigo, siempre me invitaban a pasear. Vivían en la Roma, primero en la calle de León de los Aldamas, luego en Los Álamos, en Andalucía, en una casa preciosa con alberca, sala de juegos, mesa de billar. Con ellos conocí otro mundo.


Entre semana vivía el mío, con mis paseos al Zócalo, que era un parque bonito con pasto y banquitas —no este pedazo de cemento que es ahora—. Y los fines de semana, el mundo de mis padrinos: bailes en Palacio Nacional, en el Frontón México, ropa prestada. Elizita, su hija, siempre me pasaba vestidos, y a mí no me importaba, salvo cuando mi hermano me echaba el quiquiriquí: “ya trae gallo”. Pero nunca dejé de ser barriotera. Si me hubiera ido a vivir con ellos, como me pedían, otro gallo hubiera cantado, pero yo preferí quedarme en mi barrio.


Preferí al cadete pobre que al abogado rico. A veces pienso qué hubiera sido de mí: ¿hubiera podido ser de esas señoras con chofer que no hacen nada en todo el día? No creo. Me gusta mi barrio, sus colores, su olor, su gente.


Mi pobre cadete un día se murió. Mucho tiempo creí que era mi culpa. Se me metió en la cabeza que estaba embrujada, que me habían echado mal de ojo, porque siempre me pasaban cosas raras. Una semana después de un paseo a Xochimilco —el primero que hice—, Hugo enfermó y ya no salió del hospital. Me dolió en el alma. Nunca lo olvidé.

Amores tuve muchos, hijos varios, no todos del mismo papá. Pero Hugo fue mi primer hombre y siempre lo recordaré.


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Viví también otros mundos: un pintor —el Dr. Atl— que me enseñó a mirar distinto. Con él descubrí que la ciudad podía volverse paisaje y que los volcanes no eran solo montañas nevadas a lo lejos, sino gigantes vigilantes que también vivían dentro de uno. Fue él quien me llevó por primera vez a Bellas Artes, cuando todavía había que entrar de largo, como si cruzar esas puertas fuera un rito.


Atl hablaba como si el aire le obedeciera: de volcanes que eran hermanos, del viento que podía atraparse en un lienzo, del color que arde en la piedra. Yo apenas comprendía, pero me dejaba arrastrar por su voz. Él me enseñó a mirar la ciudad:no solo como encierro, mugre o miedo, sino como paisaje. Me abrió la posibilidad de encontrar belleza entre muros húmedos, entre calles que olían a carbón y a polvo. Él fue mi puente del miedo a la mirada.


Luego estaban mis padrinos, con su vida elegante de jardines y bailes en Palacio; el barrio con sus olores, sus mugres y su música; y el Don, que me puso en paz cuando más falta me hacía. Historias tengo para dar y regalar, pero no caben aquí.


Lo que sí sé es que cuando nací no había ni luz, y cuando llegué a esta ciudad todavía se veía el cielo y éramos pocos. Pensar que fuimos de los primeros en la Del Valle, y ahora ya no quepo aquí: la ciudad me asfixia. Pero cuando el viento despeja y se ven los volcanes nevados, siento que me miran, y que todo ha valido la pena.


Siempre añoré mi tierra, aunque nunca volví. Tal vez todavía podría irme y alcanzar a aquel que dejé ir y aún añoro. Pero esa… esa ya es otra historia.


Anitzel Díaz


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