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Protestas, guerras y la era de la polarización global

  • anitzeld
  • 18 sept
  • 5 Min. de lectura

La era de la polarización global, marchas, cancelaciones y debates entre izquierda y derecha muestran que un conflicto lejano refleja nuestras tensiones internas. ¿Justicia o seguridad?


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Las protestas por la guerra en Gaza han dejado de ser únicamente una expresión de solidaridad internacional con la población palestina y se han convertido en un nuevo campo de polarización entre izquierda y derecha. Lo que ocurre hoy en ciudades europeas como Madrid o Londres ilustra con claridad cómo un conflicto lejano, geográficamente hablando, se traslada al corazón de la política doméstica y termina convirtiéndose en un espejo de las tensiones internas de cada sociedad.



La cancelación de la última etapa de la Vuelta a España en Madrid, el fin de semana pasado, resume esta dinámica. Las manifestaciones pro-Palestina interrumpieron la ruta, derribaron vallas y obligaron a suspender la competencia ciclista internacional. El episodio fue interpretado de inmediato en clave política. El gobierno, encabezado por el Partido Socialista, defendió su postura de condena hacia las acciones de Israel y se reafirmó en una narrativa de defensa de los derechos humanos. La oposición conservadora, en cambio, acusó a las autoridades de haber fomentado un clima de radicalización, de carecer de control y de haber permitido un “ridículo internacional”.

No se discutió únicamente el evento deportivo; lo que estaba en juego era la legitimidad de la protesta, el papel del Estado y la lectura política del conflicto en Gaza.


Algo semejante se vive en el Reino Unido, donde las multitudinarias marchas pro-Palestina han abierto debates sobre antisemitismo, libertad de expresión y seguridad nacional. La izquierda reivindica la protesta como un acto legítimo de solidaridad y como expresión de una política exterior más ética. La derecha advierte sobre riesgos de violencia, sobre la manipulación del discurso y sobre los límites que debe tener la protesta pública. Una causa que en principio se presenta como humanitaria se transforma, así, en un marcador identitario que divide con nitidez a los bandos ideológicos.


Las razones de esta polarización son múltiples. Por un lado, la guerra en Gaza toca fibras profundamente simbólicas: justicia internacional, derechos humanos, memoria histórica. En Europa, estos temas forman parte de la identidad política de las izquierdas, que se presentan como defensoras de las minorías y de las víctimas de la violencia global. Al mismo tiempo, los sectores conservadores se aferran a valores de seguridad, orden y alianzas estratégicas con Estados aliados como Israel, subrayando la importancia de enfrentar el antisemitismo. Lo que en teoría debería ser un debate sobre política exterior se convierte en un código moral de pertenencia: apoyar a Palestina se lee como una señal de progresismo, criticar las protestas se interpreta como alineamiento con la derecha.


Los medios de comunicación y las redes sociales refuerzan este antagonismo. Imágenes de disturbios, pancartas incendiarias y bloqueos se viralizan con rapidez y se convierten en símbolos. Cada lado acusa al otro de exagerar, de manipular, de cruzar los límites. Los gobiernos, por su parte, no dudan en utilizar la guerra de Gaza como herramienta de política interna: un discurso duro contra Israel puede fortalecer la base progresista, mientras que denunciar la violencia de las marchas ofrece a la oposición un argumento sólido para reclamar orden. En este proceso, la causa palestina deja de ser un tema exclusivamente internacional para entrelazarse con conflictos locales, ya sea sobre inmigración, racismo o desconfianza hacia las instituciones.


La historia ofrece ejemplos claros de cómo las guerras lejanas o los grandes conflictos internacionales se convierten en escenarios de polarización doméstica. Durante los años sesenta y setenta, la guerra de Vietnam dividió a Estados Unidos entre quienes cuestionaban la legitimidad de la intervención y quienes defendían la lucha contra el comunismo. En Europa, las guerras de descolonización, como la de Argelia en Francia, también enfrentaron a sectores progresistas y conservadores en torno a la justicia, la soberanía y el papel del Estado en el mundo. Más tarde, las campañas internacionales contra el apartheid sudafricano fueron apoyadas con entusiasmo por movimientos de izquierda, mientras que muchos gobiernos conservadores se resistían a romper lazos económicos y diplomáticos con Pretoria. Incluso dentro de la larga historia del conflicto israelí-palestino se repite este patrón: en cada escalada bélica, las protestas en Occidente se alinean con la izquierda, mientras la derecha subraya la necesidad de respaldar a Israel como bastión frente al terrorismo.


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Lo que hace particularmente agudo el fenómeno actual es el contexto. Vivimos en una era de mediación instantánea, donde imágenes de niños heridos en Gaza circulan en segundos en redes sociales y generan reacciones inmediatas. Las sociedades, desgastadas por la pandemia, la inflación y las crisis migratorias, son más propensas a vincular conflictos internacionales con sus propias fracturas internas. Además, la fragmentación política multiplica los portavoces y los discursos extremos, mientras que la geopolítica presiona a los Estados a tomar posiciones visibles.


En paralelo, los analistas advierten sobre un fenómeno nuevo: la violencia “enferma de internet”. El asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos, en el que el atacante dejó inscripciones de memes y frases irónicas en sus casquillos, es un ejemplo de cómo los lenguajes digitales, el humor nihilista y la cultura de los foros pueden permear la violencia política. El mundo en línea ya no solo amplifica el debate: crea códigos, símbolos y pertenencias que luego irrumpen en la esfera pública con consecuencias fatales.


En Francia, las marchas de ayer y hoy han seguido la misma lógica. París se llenó de banderas palestinas, consignas contra la ofensiva israelí y acusaciones hacia el gobierno de Emmanuel Macron por mantener una postura considerada tibia. Mientras sectores de izquierda celebran la masividad de la protesta, la derecha advierte sobre riesgos de antisemitismo y cuestiona la permisividad de las autoridades. Francia revive, con cada manifestación, los fantasmas de Argelia y su propia historia colonial: el conflicto de Gaza se lee también como un espejo de la fractura social entre la población inmigrante y la Francia oficial.


La polarización de estas protestas no significa, sin embargo, que toda la ciudadanía se ubique en posiciones rígidas. Muchos apoyan la paz y critican tanto las acciones de Israel como los excesos de ciertas marchas. Otros temen el resurgimiento del antisemitismo o cuestionan la violencia callejera sin dejar de reconocer el drama humanitario. Aun así, el clima público obliga a definirse, a escoger un lado en una disputa que parece no permitir matices.


En última instancia, lo que estamos presenciando es el modo en que los grandes conflictos globales se convierten en espejos de las tensiones nacionales. La guerra de Gaza no solo enfrenta a Israel y Palestina; también interpela a Europa y a Occidente sobre qué valores prevalecen: justicia y derechos humanos o seguridad y estabilidad. Y esa pregunta, más que sobre un conflicto lejano, habla de quiénes somos como sociedades y qué lugar queremos ocupar en el mundo.


Anitzel Díaz


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