Helia y los cactus
- anitzeld
- hace 3 días
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“Me llamo Helia Bravo-Hollis y nací en la Ciudad de México el 30 de septiembre de 1901, cuando todavía corría el largo gobierno de Porfirio Díaz.” Así solía presentarse, con la serenidad de quien recorrió un siglo entero.

El amor por la naturaleza le llegó temprano, en los paseos de domingo con sus padres, Carlota y Manuel. Iban a los bosques de encino que bordeaban el río Mixcoac, cristalino entonces, donde hoy pasan avenidas y asfalto. En esas caminatas familiares, con el sol escondiéndose en el horizonte, nació una fascinación que nunca la abandonó. Más tarde recordaría que en esos paisajes verdes descubrió que la vida podía ser observada, estudiada y también cuidada.
El destino le impuso durezas. Antes de cumplir doce años, su padre fue fusilado por apoyar a Francisco I. Madero. Helia quedó marcada por esa ausencia, pero no se detuvo. En la Escuela Nacional Preparatoria encontró refugio en la ciencia, inspirada por el sabio Isaac Ochoterena, su maestro. Allí, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, estudiaba rodeada de murales recién pintados por Diego Rivera y José Clemente Orozco: el arte y la ciencia se mezclaban en su vida cotidiana.
Al principio quiso ser médica, pero en 1924 llegó una novedad decisiva: la UNAM abrió la carrera de Biología. Helia no lo dudó y se inscribió, convirtiéndose en la primera mujer mexicana en titularse como bióloga. Desde entonces, la ciencia dejó de ser una aspiración para volverse su modo de estar en el mundo.
Primero se interesó en los protozoarios, esos seres diminutos que bailan bajo el microscopio. Pero pronto llegó el gran encuentro: los cactus mexicanos. Su maestro le encomendó estudiarlos y ella aceptó el reto con entusiasmo. No era un tema fácil: los cactus crecen en paisajes áridos, inhóspitos, de espinas duras y flores breves. Pero Helia descubrió en ellos serenidad y pragmatismo, la lógica precisa de la supervivencia. “Se necesita mucho amor para dedicarse a estas plantas”, decía. Y amor no le faltaba.

Su investigación la llevó al desierto de Tehuacán-Cuicatlán, entre Puebla y Oaxaca, donde halló un laboratorio natural inagotable. Allí estudió biznagas, viejitos, nopales y garambullos, plantas que por siglos habían alimentado y acompañado a las comunidades locales. Décadas después, ese mismo paisaje sería declarado Reserva de la Biosfera y su jardín botánico llevaría su nombre.
Helia también fue maestra: dio clases en el Politécnico y en la UNAM, donde sembró generaciones de botánicos y botánicas. Publicó artículos, describió especies, presidió la Sociedad Mexicana de Cactología y escribió Las Cactáceas de México en 1937, obra fundamental en su campo. Fue parte del equipo fundador del Jardín Botánico de la UNAM, donde una sección hoy honra su nombre.
Su vida personal tuvo claroscuros: se casó con José Clemente Robles, médico neurocirujano, pero el matrimonio terminó sin hijos después de trece años. Su verdadera descendencia fueron sus estudiantes, sus libros y sus cactus.
El 26 de septiembre de 2001, apenas cuatro días antes de cumplir un siglo, Helia Bravo-Hollis cerró los ojos por última vez en la Ciudad de México. Dejó tras de sí un legado inmenso: más de 700 especies descritas, cientos de artículos, una generación de discípulos y la certeza de que la pasión puede florecer incluso en el desierto.
Su hermana Margarita Bravo, también bióloga, vivió cien años como ella. Quizá tenían razón al bromear: “la biología alarga la vida”.
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Militaris esto como gorro... es la parte de la planta donde crecen las flores... desde luego lo vistoso de esta planta es el encefáleo por eso recibió el nombre militaris.