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El arte es esa grieta por donde entra la luz

  • anitzeld
  • 21 jun
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun

Hay días en que el mundo pesa demasiado. Abres el celular y la pantalla te lanza bombas, incendios, deshielos, malas noticias, noticias falsas y líderes gritando desde trincheras que tú no elegiste. El cambio climático ya no es futuro. Todo parece a punto de romperse.


Robert Doisneau
Robert Doisneau

Y sin embargo, ahí está el arte. Ir a un museo, escuchar una sinfonía, reflexionar frente a un cuadro: en medio del caos, buscamos instintivamente ese refugio. Como sociedad y como individuos, regresamos —una y otra vez— al contacto con algo que nos devuelva sentido, aunque sea por un instante. ¿Por qué? ¿Qué hace que las grandes obras sigan hablándonos cuando todo lo demás se desmorona? En épocas de caos y cansancio, buscamos el contacto con algo que nos devuelva sentido. ¿Por qué?


Estas y otras preguntas son el núcleo del libro ¿Para qué necesitamos las obras maestras?, de Ricardo Ibarlucía, doctor en filosofía y especialista en estética del arte. En sus ensayos, el autor defiende la idea de que el arte no solo forma parte de nuestro mundo simbólico: también nos proporciona claves para interpretarlo, transformarlo y, en muchas ocasiones, simplemente soportarlo.


Ibarlucía aborda el arte con una mezcla de rigor conceptual y pasión crítica. Lejos de reducir las obras a su valor mercantil o decorativo, insiste en su potencia transformadora, su capacidad para abrir espacios de experiencia donde el tiempo se detiene y el pensamiento se expande. Pinturas, piezas musicales, películas y textos literarios son leídos aquí como formas de resistencia frente al olvido, el ruido o la banalidad.


Las obras maestras nos piensan a nosotros


Ibarlucía lo expresa así: “Las grandes obras de arte intervienen secretamente en el entramado de nuestra vida psíquica mucho más de lo que creemos. Participan en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva”.

En tiempos de conmoción global —como lo fue la pandemia o las guerras del siglo XX— no es casual que el arte reaparezca con fuerza. Como recuerda el autor, tras la Segunda Guerra Mundial, la reapertura del Louvre fue más que un acto cultural: fue un reencuentro con algo profundo. Una de las imágenes más poderosas de esa época fue captada por Robert Doisneau: visitantes de todas las edades frente a La Gioconda, mirándola como si buscaran respuestas, consuelo o tal vez una confirmación de que la belleza aún existía.



Carnation, Lily, Lily, Rose  John Singer Sargent in 1885–86
Carnation, Lily, Lily, Rose John Singer Sargent in 1885–86


“El arte es consagratorio”, dice Ibarlucía. En cada obra hay una forma de ritual: no religioso necesariamente, pero sí espiritual, en el sentido más amplio. Nos conecta con otras generaciones, con otras culturas, con un algo que trasciende lo inmediato. En palabras de Borges: “Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.


El autor se detiene en figuras como Velázquez, Proust, Adorno, Tarkovski o Glenn Gould, no para ensalzar su genio, sino para indagar cómo sus obras aún interpelan al espectador contemporáneo. Ibarlucía argumenta que las obras maestras no son monumentos del pasado, sino formas de presencia: siguen activas, nos exigen, nos implican. En este sentido, el libro también es una defensa de la experiencia estética como algo vital, no accesorio: en sus palabras, necesitamos el arte "no para consolarnos del mundo, sino para comprender su densidad".


¿Cómo sobrevivir la vida hoy?


Escribir, bailar, bordar, cantar, tallar, cocinar... no importa el medio. Crear es decir: a pesar de todo, aquí estoy. En un mundo que nos quiere cansados, adormecidos, productivos y callados, hacer arte es una manera de recuperar el tiempo, de reclamar espacio, de poner el cuerpo.


Con otros. Con las manos. Con el color. Con el gesto. Con todo eso que no cabe en los informes ni en los algoritmos. Sobrevivimos cantando lo que duele, bailando lo que no entendemos, escribiendo lo que nos ahoga, pintando lo que no se puede decir.

No es que el arte nos cure, pero sí nos acompaña. Y a veces, con eso basta.


Frente al ruido, una imagen puede decirlo todo sin gritar. Frente al olvido, una canción puede traer de vuelta lo perdido. Frente al miedo, la risa, el juego, la belleza.



“Botticelli —explica Kermode— no se volvió canónico a través del esfuerzo  académico sino por casualidad, o más bien por medio de la opinión.”9 Cuando La  primavera y El nacimiento de Venus, emergiendo de la oscuridad de siglos, fueron  expuestos en 1815 en la Galleria degli Uffizi de Florencia, despertaron el interés de  los visitantes- https://eternacadencia.com.ar/nota/-iquest-para-que-necesitamos-las-obras-maestras-/4227

Anitzel Díaz


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