México en Blanco, Negro y Sepia: La historia que cuentan Juan Rulfo y Manuel Álvarez Bravo
- anitzeld
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Actualizado: 3 ago
“Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace” (Pedro Páramo).
La historia no empieza, más bien se queda quieta, suspendida en el aire caliente de un mediodía sin sombra. Una mujer, de pie junto a un muro desconchado, espera. La cámara de Manuel Álvarez Bravo la mira de frente, pero ella no se inmuta. Ni sonríe, ni llora. Lleva sobre la cabeza un cántaro vacío, como si no cargara nada, y sin embargo carga con todo. Podría ser la mujer del llano de Rulfo, la que espera a un hombre que no vuelve, o a la lluvia que no llega.
“Allí estaba, con el cántaro vacío en la cabeza y la esperanza igual de vacía. No dijo nada, pero yo supe que llevaba años esperando a que alguien le preguntara su nombre. En esos pueblos, a veces, uno se acostumbra a ser nadie.”
Detrás de ella, el pueblo parece muerto. Pero no muerto del todo: muerto como en Pedro Páramo, donde los murmullos se escurren por las grietas y los nombres se repiten como letanías gastadas. Las piedras saben más historias que los hombres, pero no las sueltan. El polvo levanta apenas al paso de una mula que nadie monta. La mula también tiene algo que decir, pero Rulfo se lo guarda, lo deja en el aire, en la mirada torva de un viejo que fuma junto al comal apagado. Manuel Álvarez Bravo, en cambio, lo congela: toma el instante y lo deja ahí, para que uno lo complete con el eco de lo que no se dijo.
El México que fotografió Álvarez Bravo y escribió Rulfo no tenía prisa. Era un México en blanco y negro, detenido en su propio tiempo, respirando en cámara lenta. El sepia de las fotografías le daba al país un tono de herida vieja. Un país que no necesitaba colores para hablar de la vida y la muerte, porque bastaba con las texturas: la cal de una pared, la tierra agrietada, la mirada opaca de un campesino que ya lo ha visto todo. Rulfo lo tradujo en silencios: ese eco de Comala, donde los muertos siguen conversando porque a nadie le importa interrumpirlos.
Pero el México de hoy, ese que se satura de colores en las pantallas y anuncios, sigue teniendo rincones donde el blanco y negro no ha cedido. Hay pueblos donde la vida ocurre a media voz, donde el tiempo sigue detenido aunque las camionetas de los narcos pasen zumbando por las calles. Es un México que ha disfrazado su sepia con neón, pero debajo sigue oliendo a tierra mojada que nunca se moja.
La diferencia es que ahora, entre foto y foto, hay más ruido. Donde antes Rulfo dejaba un silencio, hoy hay un corrido tumbado; donde Álvarez Bravo capturaba la espera, hoy hay una fila de motocicletas repartiendo aplicaciones. Pero el fondo —el verdadero fondo— sigue igual de quieto. Cambian los actores, se renuevan las máscaras, pero el escenario es el mismo.
Lo que cuentan Rulfo y Álvarez Bravo no es una historia, son historias. Breves, suspendidas, como si en México el tiempo no fuera una línea sino un bucle. Cada fotografía es un fragmento que huele a mezcal, a polvo, a promesas rotas que los campesinos mastican como chicle viejo. Y cada cuento de Rulfo es, en el fondo, una imagen que no necesita moverse para decirlo todo.
El México de Rulfo y Álvarez Bravo no desapareció. Solo se volvió más difícil de mirar. Ahora está escondido entre las grietas de un país que quiere ser moderno a gritos, pero que en el silencio de la madrugada, cuando apagan las luces de la plaza, vuelve a ser el mismo de siempre: el de las promesas rotas, el de la gente que espera a que alguien le pregunte su nombre.
Anitzel Díaz
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