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Joy Laville, entre el silencio del color y las palabras de Ibargüengoitia

  • anitzeld
  • hace 1 día
  • 3 Min. de lectura

Regresan las portadas de Joy Laville a las obras completas de Ibargüengoitia en Joaquín Mortiz.


Joy Laville llegó a México desde Canadá sin hablar español, con una curiosidad obstinada y una novela decisiva entre las manos: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Ese libro la empujó hacia el sur y, sin que lo supiera, hacia una vida que terminaría por definir su obra. Antes de convertirse en una de las pintoras más reconocibles del arte mexicano del siglo XX, Laville fue una extranjera que aprendió a mirar el país desde la paciencia y el silencio.


Varios años después de su llegada, en la hoy extinta librería El Colibrí, conoció a Jorge Ibargüengoitia. No fue una escena romántica ni un deslumbramiento inmediato. El propio escritor lo resumió con precisión: “No puedo decir que estuviéramos enamorados, pero sí amarrados. Nos despedimos con la tranquilidad de quien se ha enfrentado a su destino”. Desde entonces, Laville y él compartieron una vida marcada por la complicidad y la ausencia de competencia, una rareza en el mundo artístico.



A más de seis décadas de la fundación de Joaquín Mortiz, las portadas que Joy Laville realizó para los libros de Ibargüengoitia regresan a las librerías junto con la reedición de sus obras completas. El relanzamiento editorial funciona también como una forma de biografía visual: esas cubiertas, de colores contenidos y escenas apenas insinuadas, condensan la manera en que Laville entendía la pintura como un espacio de contemplación más que de énfasis.


Las imágenes que creó para Joaquín Mortiz no ilustraban los textos: los acompañaban. Paisajes quietos, figuras solitarias, interiores donde el tiempo parece suspendido. En ellas ya estaba su lenguaje pictórico, ese uso contenido del color y la geometría mínima que la acompañaría durante toda su carrera. Con el tiempo, esos libros se volvieron objetos de culto y una referencia obligada del diseño editorial moderno en México.


La vida en común de Laville e Ibargüengoitia transcurrió entre Coyoacán y París, en una relación donde cada quien sostuvo su propia obra. “Muchas veces pasa, en las figuras así de importantes, que uno de los dos deja su vida por el otro, y aquí no es el caso”, explica Mariana Faesler, amiga cercana de la pintora y coordinadora del proyecto expositivo que revisita esta historia. “Desde que se conocen, cada quien continúa con su vida profesional y se vuelven no sólo una pareja que conversa sobre su trabajo, sino cómplices totales”.


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Esa complicidad tuvo también un sentido inverso al habitual: Ibargüengoitia fue el promotor más constante de la obra de Laville, su lector más atento y su agente más persistente. Ella, por su parte, construyó una carrera sólida y silenciosa, ajena al estruendo, que terminó por colocarla como una figura clave de la pintura moderna en México.


La muerte del escritor en el accidente aéreo de 1983, cuando se dirigía a un encuentro literario organizado por Gabriel García Márquez, marcó un quiebre profundo. El duelo se filtró en la obra de Laville: su paleta de azules se volvió negra y gris, y la pintura asumió una gravedad distinta. Ese momento íntimo ocupa hoy uno de los núcleos más sensibles del recorrido expositivo que acompaña el relanzamiento editorial.


El regreso de las portadas de Joy Laville a Joaquín Mortiz no es sólo un ajuste de catálogo ni un gesto nostálgico. Es la recuperación de una artista que supo habitar los márgenes —entre países, lenguas y disciplinas— y que, sin estridencias, ayudó a definir una forma de mirar y de leer en México.


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