Entre el cielo y la orilla: la maternidad segĂșn Virginie Demont-Breton
- anitzeld
- hace 6 dĂas
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En la historia del arte, la maternidad ha sido un espejo de ideales mĂĄs que de cuerpos. Durante siglos, las madres fueron vĂrgenes, diosas o alegorĂas de la pureza: figuras suspendidas en el cielo dorado de los retablos, lejos del cansancio y la tierra. Pero detrĂĄs de esas imĂĄgenes sagradas late otra verdad âla del cuerpo que sostiene, que amamanta, que trabajaâ. Esa maternidad terrenal, imperfecta y humana, ha tardado siglos en entrar al museo.
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El Museo Real de Bellas Artes de Amberes propone, en su exhibición actual, una reflexión sobre la historia del coleccionismo y plantea preguntas incisivas sobre cuestiones sociales como el género, el poder y la identidad. El papel de los museos y los coleccionistas se vuelve asà el punto focal.
Las galerĂas de la exposiciĂłn se organizaron por temas: lo sagrado, la impotencia, el horizonte, la imagen, el entretenimiento, la profusiĂłn, las lecciones de vida, la fama, el salĂłn, los hĂ©roes, el mal, la Madonna, el sufrimiento, la redenciĂłn, la oraciĂłn, los cielos y el poder.
En la penumbra de la sala, la pregunta del museo parecĂa tener respuesta: el diĂĄlogo entre siete siglos de arte no siempre es armĂłnico. A veces choca, incomoda, rompe el silencio. Pero ahĂ, entre la divinidad y la humanidad la maternidad se revela completa: cuerpo y fe, cansancio y ternura, trabajo y milagro.
Esa tensiĂłn âentre lo sagrado y lo realâ es, al final, la historia de todas las madres.
En los cuadros de  Demont-Breton, la maternidad deja de ser una escena celestial para volver al suelo. Virginie no pintĂł santas, sino mujeres comunes: pescadoras que sostienen a sus hijos, madres que bañan a los pequeños en el mar, mujeres cansadas que aĂșn tienen fuerzas para amar. AllĂ donde la tradiciĂłn religiosa veĂa pureza, ella vio trabajo; donde los museos buscaban iconos, ella encontrĂł humanidad.
HabĂa nacido entre pinceles âhija y sobrina de pintoresâ, pero su mirada no imitĂł los gestos masculinos de su tiempo. Mientras ellos representaban la gloria o el sacrificio, ella se inclinĂł por el instante: una madre inclinada sobre su hijo dormido, la ternura que se mezcla con el cansancio, la piel sin solemnidad. La playa y ÂĄAl agua! no son simples retratos: son ventanas hacia la intimidad femenina, esa que rara vez se expone sin filtros.
Cuando se instalĂł con su esposo en la Costa de Ăpalo, el paisaje se volviĂł su espejo. Las mujeres del pueblo, con las manos curtidas y el cabello recogido, fueron su modelo y su tema. En ellas encontrĂł una forma de maternidad colectiva: madres de hijos y de mareas, de casas pequeñas y de esperas infinitas. La maternidad, para Virginie, era una frontera entre el amor y la sobrevivencia.
Su pintura no adornaba: sostenĂa. Cada trazo era una afirmaciĂłn de que el cuidado tambiĂ©n es fuerza. Su pincel no buscaba glorificar la maternidad, sino devolverle su realidad: una tarea sin descanso, una ternura que no se elige, una entrega que no cabe en los marcos dorados.
Virginie sabĂa que pintar madres era tambiĂ©n un acto polĂtico. En una Ă©poca que relegaba a las mujeres a musas o modelos, ella las convirtiĂł en protagonistas. PresidiĂł la UniĂłn de Mujeres Pintoras y Escultoras y luchĂł para que las artistas pudieran competir por el Premio de Roma. Su propio Ă©xito no le bastĂł: querĂa abrir la puerta para que otras mujeres pudieran representar su mundo, sus cuerpos, sus maternidades.
MuriĂł en 1935, pero su legado sigue flotando como una corriente invisible entre los cuadros. En los museos, aĂșn cuesta ver la maternidad fuera del mito. Las VĂrgenes siguen suspendidas en cielos dorados, mientras las madres reales âlas que cocinan, trabajan, amamantan, enseñanâ siguen en la sombra.








