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Entre el cielo y la orilla: la maternidad segĂșn Virginie Demont-Breton

  • anitzeld
  • hace 6 dĂ­as
  • 3 Min. de lectura

En la historia del arte, la maternidad ha sido un espejo de ideales más que de cuerpos. Durante siglos, las madres fueron vírgenes, diosas o alegorías de la pureza: figuras suspendidas en el cielo dorado de los retablos, lejos del cansancio y la tierra. Pero detrás de esas imágenes sagradas late otra verdad —la del cuerpo que sostiene, que amamanta, que trabaja—. Esa maternidad terrenal, imperfecta y humana, ha tardado siglos en entrar al museo.


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El Museo Real de Bellas Artes de Amberes propone, en su exhibición actual, una reflexión sobre la historia del coleccionismo y plantea preguntas incisivas sobre cuestiones sociales como el género, el poder y la identidad. El papel de los museos y los coleccionistas se vuelve así el punto focal.


Las galerías de la exposición se organizaron por temas: lo sagrado, la impotencia, el horizonte, la imagen, el entretenimiento, la profusión, las lecciones de vida, la fama, el salón, los héroes, el mal, la Madonna, el sufrimiento, la redención, la oración, los cielos y el poder.


En la penumbra de la sala, la pregunta del museo parecĂ­a tener respuesta: el diĂĄlogo entre siete siglos de arte no siempre es armĂłnico. A veces choca, incomoda, rompe el silencio. Pero ahĂ­, entre la divinidad y la humanidad la maternidad se revela completa: cuerpo y fe, cansancio y ternura, trabajo y milagro.


Esa tensión —entre lo sagrado y lo real— es, al final, la historia de todas las madres.


En los cuadros de  Demont-Breton, la maternidad deja de ser una escena celestial para volver al suelo. Virginie no pintĂł santas, sino mujeres comunes: pescadoras que sostienen a sus hijos, madres que bañan a los pequeños en el mar, mujeres cansadas que aĂșn tienen fuerzas para amar. AllĂ­ donde la tradiciĂłn religiosa veĂ­a pureza, ella vio trabajo; donde los museos buscaban iconos, ella encontrĂł humanidad.


Había nacido entre pinceles —hija y sobrina de pintores—, pero su mirada no imitó los gestos masculinos de su tiempo. Mientras ellos representaban la gloria o el sacrificio, ella se inclinó por el instante: una madre inclinada sobre su hijo dormido, la ternura que se mezcla con el cansancio, la piel sin solemnidad. La playa y ¡Al agua! no son simples retratos: son ventanas hacia la intimidad femenina, esa que rara vez se expone sin filtros.

Cuando se instalĂł con su esposo en la Costa de Ópalo, el paisaje se volviĂł su espejo. Las mujeres del pueblo, con las manos curtidas y el cabello recogido, fueron su modelo y su tema. En ellas encontrĂł una forma de maternidad colectiva: madres de hijos y de mareas, de casas pequeñas y de esperas infinitas. La maternidad, para Virginie, era una frontera entre el amor y la sobrevivencia.


Su pintura no adornaba: sostenía. Cada trazo era una afirmación de que el cuidado también es fuerza. Su pincel no buscaba glorificar la maternidad, sino devolverle su realidad: una tarea sin descanso, una ternura que no se elige, una entrega que no cabe en los marcos dorados.


Virginie sabía que pintar madres era también un acto político. En una época que relegaba a las mujeres a musas o modelos, ella las convirtió en protagonistas. Presidió la Unión de Mujeres Pintoras y Escultoras y luchó para que las artistas pudieran competir por el Premio de Roma. Su propio éxito no le bastó: quería abrir la puerta para que otras mujeres pudieran representar su mundo, sus cuerpos, sus maternidades.


MuriĂł en 1935, pero su legado sigue flotando como una corriente invisible entre los cuadros. En los museos, aĂșn cuesta ver la maternidad fuera del mito. Las VĂ­rgenes siguen suspendidas en cielos dorados, mientras las madres reales —las que cocinan, trabajan, amamantan, enseñan— siguen en la sombra.



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