“Donde el Sol camina”
- anitzeld
- 15 jul
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Actualizado: 15 jul
Ruta del pueblo Wixárika ya es Patrimonio Mundial de la Humanidad
Desde entonces entendí que hay rutas que no se recorren con mapas, sino con el alma despierta.
La Ruta del pueblo originario Wixárika (huichol) fue inscrita este sábado en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco, en el marco de la 47ª sesión del Comité de Patrimonio celebrada en París.
El reconocimiento llega tras años de exigencia por parte de las comunidades indígenas y del Estado mexicano para proteger este camino ceremonial de más de 550 kilómetros.
El Comité de Patrimonio Mundial destacó que se trata de una de las rutas precolombinas más representativas aún en uso en América, donde se conservan rituales, cantos, relatos orales y prácticas chamánicas que se transmiten de generación en generación.
La ruta parte del Gran Nayar —en los actuales estados de Nayarit y Jalisco— y atraviesa Zacatecas, Durango y San Luis Potosí, hasta llegar al desierto de Wirikuta, uno de los sitios más sagrados para el pueblo Wixárika.
“Donde el Sol camina”
No recuerdo el momento exacto en que escuché por primera vez la palabra Wirikuta. Pero sé que me llegó como un eco —no de algo nuevo, sino de algo que había estado ahí desde siempre, esperando ser nombrado. Años después, terminé en un camión polvoriento rumbo a Real de Catorce, con una libreta en la mochila, un sobre con hojas de tabaco, y el silencio de quien no sabe si va de visita o de regreso.
Era marzo, justo antes del equinoccio, cuando los peregrinos wixaritari inician el recorrido hacia la tierra del peyote. No fui como turista ni como antropóloga. Fui porque algo en mí buscaba entender qué significa caminar hacia un lugar sagrado, no por devoción religiosa, sino por la necesidad de recordar.
En el pueblo, me recibió un joven marakame (chamán) que apenas hablaba español. No necesitábamos muchas palabras. Me ofreció un café de olla y señaló las montañas como si me dijera: “Mira bien, esto es lo que sostiene el cielo”. Me invitó a acompañar a su familia hasta el cerro del Quemado, uno de los altares más importantes de la ruta.
Caminamos durante horas. Las piedras crujían bajo nuestros pies, y el sol, lejos de quemar, parecía purificar. Había un niño cargando ofrendas, una mujer con una trenza infinita que rezaba en su lengua. Yo iba detrás, en silencio, cargando sólo preguntas.
En algún punto del trayecto, uno de los ancianos se detuvo. Sacó una pluma de águila y la puso en mi mano. Me miró sin apuro y dijo:
—Si viniste hasta aquí, no fue por casualidad. El camino te estaba llamando.
Nunca supe su nombre.
En lo alto del cerro, los wixaritari colocaron flores, velas, maíz. Se sentaron a cantar. Yo me alejé unos pasos y me senté sobre una roca. Desde ahí, el desierto parecía mar. El viento hablaba. Y sentí —sin necesidad de entender del todo— que algo se tejía entre ellos y la tierra, entre sus palabras y el fuego, entre mi cuerpo cansado y esa ruta que no era sólo geografía: era memoria viva.
Después entendí que esa ruta no empieza ni termina en Wirikuta. Pasa por la costa de Nayarit, toca la Sierra de Durango, cruza lagos y cuevas, y se enreda con los pasos de quienes caminan sin saber que están caminando un mito.
Volví a casa con tierra en los zapatos y un pequeño ojo de Dios en el bolsillo. Desde entonces, cada vez que siento que me pierdo, lo giro en mis dedos. Y me recuerdo que hay rutas que no se recorren con mapas, sino con el alma despierta.
Anitzel Díaz
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