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Debajo de la Conchita, la primera capilla de la ciudad vuelve a respirar

  • anitzeld
  • hace 1 hora
  • 3 Min. de lectura

En la plaza de la Conchita, en Coyoacán, el tiempo siempre parece ir un paso más lento. Las jacarandas, el empedrado, la fachada en reposo de la iglesia de la Inmaculada Concepción—cerrada desde los sismos de 2017—componen esa postal que uno ya da por eterna. Pero debajo de ese cuadro congelado, bajo las losas que pisan vecinos y visitantes, algo más antiguo llevaba siglos esperando: la primera capilla que se levantó en la Ciudad de México por órdenes de Hernán Cortés.


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El hallazgo no es nuevo, pero sí lo es su dimensión. Los restos de aquella construcción del siglo XVI han comenzado a revelarse con más claridad. No apareció de golpe: surgió como lo hacen las historias que la ciudad guarda en su subsuelo, por fragmentos, por intuiciones, por viejos documentos que de pronto dejan de ser teoría.


El primer templo de Cortés

Cuando Hernán Cortés llegó al pueblo de Coyoacán en 1521 —ese primer asentamiento desde el que administró la conquista— mandó construir una capilla rápida, funcional, hecha de adobe, lodo y madera. No era un edificio destinado a la monumentalidad, sino a la urgencia: cubrir un antiguo adoratorio tepaneca, levantar un espacio de oración y, poco después, un sitio para educar a los habitantes del barrio de Ecatempan.


Aquella capilla tenía, sin embargo, un atrio amplio. Servía como capilla abierta y también como cementerio: fueron precisamente los entierros, dispersos y profundos, los que ayudaron a ubicar la orientación y el tamaño del templo original. Según los arqueólogos del INAH, la capilla primigenia estaba situada hacia el este, casi pegada al altar de la iglesia actual.


En 2013 ya se sabía que la Conchita se levantaba sobre un adoratorio prehispánico; eso se comprobó al encontrar estructuras tepanecas bajo la nave. Lo que no se había confirmado era la existencia física de la capilla levantada por Cortés. Hoy, los restos de pisos y muros, además de materiales típicos de una capilla abierta, comenzaron a encajar como piezas de un rompecabezas que tomó 500 años en recomponerse.


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Los monjes, los cambios y los siglos

La historia del templo no fue lineal. Hacia finales del siglo XVII, ya bajo la orden de los dominicos, la capilla original fue remodelada y luego reemplazada por la actual iglesia de la Inmaculada Concepción. En ese proceso retiraron el muro que rodeaba el atrio y con ello nació la plaza abierta que hoy conocemos como la Conchita, un punto donde la vida comunitaria de Coyoacán ha latido durante generaciones.


Pero la tierra seguía guardando mensajes. En las excavaciones recientes reaparecieron más de 500 entierros, algunos asociados a los primeros años del contacto entre europeos e indígenas. También emergió algo inesperado: un relleno aligerado cerca del coro con más de 100 vasijas completas, ollas, palanganas y orzas. Dentro, semillas de maíz y frijol, cañas y fibras de maguey. Todo indica que se trató de una ofrenda ritual, colocada siglos antes de que la iglesia tomara la forma con la que la identificamos hoy.


Cada pieza encontrada empuja un poco más la línea del tiempo y evidencia cómo Coyoacán conserva, en capas superpuestas, la transición entre el mundo prehispánico y el novohispano. Un diálogo enterrado que aún sigue respondiendo preguntas.


Una ciudad que nunca deja de aparecer

Coyoacán es así: un territorio donde la historia emerge sin pedir permiso. Hace apenas unos años se localizó la casa del emperador Axayácatl en los cimientos del Monte de Piedad, recordándonos que el Valle de México es un archivo vivo. Bajo sus plazas, templos, avenidas o restaurantes, late una ciudad que nunca ha terminado de revelarse.


La Conchita no es la excepción. Lo que hoy vemos como un templo en pausa y una plaza tranquila es, en realidad, una vitrina hacia el origen religioso y político de la ciudad. “Este hallazgo refuerza nuestro conocimiento sobre el pasado prehispánico y novohispano de Coyoacán y otras partes de esta ciudad que, incluso en el subsuelo, no deja de sorprendernos”, dicen los arqueólogos.


Y quizá ése sea el verdadero mensaje: la Ciudad de México no solo crece hacia arriba, hacia el ruido y las prisas. También respira hacia abajo. En silencio. Con paciencia. Y siempre dispuesta a contar otra historia más.


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La fiesta que mantiene vivo el recuerdo


Quizá por eso cada 8 de diciembre, cuando Coyoacán celebra la fiesta patronal de la Inmaculada Concepción, el barrio parece revivir sus propias capas de historia. Hay bailes, cohetes, feria, música que rebota en las fachadas coloniales y familias que llenan la plaza. Mientras arriba se festeja, abajo —en los cimientos que guardan siglos de memoria— la primera capilla de la ciudad vuelve a recordarnos que el pasado nunca se fue: solo estaba esperando ser escuchado.

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