Las partes con las que vivimos: D.H. Lawrence y el anhelo de un vivir unísono
- anitzeld
- 16 ago
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Actualizado: 18 ago
La paradoja de la persona es que el todo resulta más simple que las partes. Somos fragmentos en disputa: lo compulsivo, lo caótico, lo frágil y lo generoso, todos luchando por salir a la superficie. Y, sin embargo, caminamos por el mundo como una totalidad indivisible. La conciencia consiste en reconocer esas voces interiores sin ser esclavo de ninguna; el amor, en aceptar el conjunto y atreverse a decirle “sí” a esa maraña contradictoria.

D.H. Lawrence lo entendió con la urgencia de quien sabe que la vida es corta. Nació en 1885 en Eastwood, un pueblo minero inglés, entre el carbón que ennegrecía el aire y los libros que su madre le enseñaba a leer. Desde niño supo que el alma es un campo en tensión: la rudeza de un padre que bajaba a la mina contra la delicadeza de una madre que amaba la palabra.
Maestro antes que escritor, pronto fue vencido por una enfermedad que lo acompañaría siempre: la tuberculosis. Tal vez por eso su literatura ardió con tanta intensidad. En sus novelas y poemas buscó desnudar lo humano: el deseo, la ternura, la herida. No escribía para complacer sino para revelar; y esa franqueza le valió censura, prohibiciones y rechazo. Pero Lawrence insistía: vivir era despojarse de máscaras.
Cuando Benjamin Franklin enumeró las virtudes del buen carácter —templanza, orden, justicia, humildad—, Lawrence respondió con un credo propio: “Que mi alma es un bosque oscuro, y lo que conozco de mí apenas un claro en ese bosque. Que dioses extraños entran y salen de ese claro, y debo tener el valor de dejarlos ir y venir. Que reconoceré a los dioses en mí y en los demás”.
Esa visión culminó en Apocalypse (1930), su última obra, escrita en un sanatorio mientras la enfermedad lo consumía. No fue un comentario bíblico, sino un testamento espiritual. En lugar de esperar la salvación futura, Lawrence celebró la maravilla de estar vivos en la carne: ser parte del sol, de la tierra, del mar, de la humanidad. Para él, lo supremo era la intensidad del presente, no las promesas del más allá.
Murió a los 44 años, en el sur de Francia. Pero dejó una obra que sigue latiendo con la misma pregunta: ¿cómo vivir plenamente sabiendo que somos fragmentos? Su respuesta fue clara: abrazar la contradicción, aceptar que el alma es un bosque donde entran y salen dioses, y bailar con rapture por el simple hecho de estar vivos.
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