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Esta ciudad —Los Ángeles— ha sido frontera, puente y casa. Pero también ha sido campo de batalla.

  • anitzeld
  • 8 jun
  • 7 Min. de lectura

“La migración segura, ordenada, humana y regular es una responsabilidad compartida.”— Declaración de Los Ángeles, 2022


 Judithe Hernández
 Judithe Hernández

Pero nadie dijo cómo se hace eso con una maleta prestada, un pasaporte vencido y dos hijos dormidos en los brazos.


Nadie lo explicó cuando Blanca aprendió a decir clean fast para lavar sábanas de hoteles que nunca podría pagar, ni cuando Javier vio cómo su bicicleta con canasto se oxidaba en una cochera de Pico-Union tras una deportación sin aviso. Tampoco cuando las costureras de los años 90, con la espalda doblada y los dedos curtidos, denunciaron que Forever 21 les debía no solo su salario, sino sus años.


La Declaración hablaba de responsabilidad, de cooperación, de dignidad humana.Decía:“Nos comprometemos a proteger la seguridad y la dignidad de todas las personas migrantes, refugiadas, solicitantes de asilo y apátridas...”


Pero la historia de los mexicanos en Los Ángeles empezó mucho antes de que alguien firmara esa promesa. Empezó con manos de campo y trenes repletos de trabajadores: durante el Programa Bracero (1942–1964), miles de hombres mexicanos fueron traídos para suplir la falta de mano de obra durante la guerra. Muchos se quedaron, fundaron familias, llenaron barrios como Boyle Heights de vida, pan dulce y canciones. Construyeron calles, casas, y comunidades que aún resisten.


Después llegaron los artistas. Dolores del Río, elegante como un susurro, fue la primera actriz mexicana en triunfar en Hollywood. Y Anthony Quinn, hijo de migrantes, con su rostro indomable, se convirtió en la imagen del mestizaje cultural. Sus cuerpos aparecían en la pantalla, pero sus acentos, sus orígenes, a veces eran borrados.


Otros no actuaban: pintaban. Como Judithe Hernández, hija de migrantes, muralista en una ciudad de muros que hablan. En los años 70, su arte chicano, prehispánico y feminista llenó las calles de memoria, protesta y color. Su pincel decía lo que otros callaban: que también desde la estética se puede migrar.


Y también estaba la radio. Esa voz sin rostro que sostenía a las familias entre trabajo y trabajo. Radio Bilingüe, La Raza, y tantas otras emisoras se convirtieron en refugio, altar y buzón. Ahí se avisaba de redadas, se leía poesía, se recordaban los cumpleaños de los que se habían quedado del otro lado.


Esta ciudad —Los Ángeles— ha sido frontera, puente y casa. Pero también ha sido campo de batalla.

Las historias que aquí se recogen no son excepcionales. No son leyenda ni mito. Son los pasos de quienes vinieron a quedarse aunque no los quisieran, los cantos de los que plantaron raíces sin permiso, los retratos de mujeres invisibles que cosieron no solo ropa sino futuro.


La Declaración de Los Ángeles quiso trazar una ruta.Las historias que siguen son el mapa real.Hecho de nombres propios, silencios heredados y la certeza de que migrar no es moverse de lugar, sino empezar a escribir la vida en otro idioma, con la misma voz.


 Judithe Hernández
 Judithe Hernández

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Llegaron un martes, aunque en la memoria ese día no tiene nombre. Solo se acuerdan del olor a metal quemado del tren y de la sensación de tener las piernas dormidas de tanto estar sentados. Cruzaron sin entender del todo lo que significaba cruzar. El padre dijo que era como cambiarse de zapatos: incómodo al principio, pero luego uno se acostumbra.


Los primeros días en Los Ángeles fueron como vivir debajo del agua. Todo sonaba lejano, todo dolía sin saberse por qué. El inglés era un muro transparente: se veía la calle, los anuncios, las caras, pero no se entendía nada. La madre, con su español recio, decía que eso se arreglaba con tiempo y tortillas calientes.


Vivieron primero en un cuarto que olía a humedad y a cloro, con una ventana que daba a otra pared. Pero les alcanzaba para dormir los cinco. El padre salía antes de que saliera el sol, con las botas aún húmedas de la noche anterior. Ella se quedaba con los niños, limpiando casas ajenas con los restos de su propio cansancio.


Una vez, al niño más chico le preguntaron en la escuela de dónde era. Se quedó callado. No supo si decir "México" o "aquí". Después aprendió que era de los dos lugares y de ninguno a la vez. Lo escribió en una hoja de papel con crayones: "Mi casa es donde mi mamá canta mientras cocina".


Años después, cuando pudieron rentar un apartamento con alfombra —aunque vieja, aunque llena de manchas— celebraron con pan dulce. Fue la primera vez que no oyeron pasos de vecinos encima ni gritos en la madrugada. Lloraron en silencio, por todo lo que no se había dicho en esos años de sobrevivir sin quejarse.


El hijo mayor se volvió electricista. La hija, enfermera. Ninguno volvió a cruzar la frontera por miedo a no poder regresar. La madre guarda la foto de su pueblo doblada dentro de una Biblia. El padre murió con una camisa de cuadros, como las que usaba en su rancho. Dicen que alcanzó a decir, antes de irse: "Ya estuvo, ¿no?"


Ahora, los nietos hablan inglés entre ellos, pero a veces le preguntan a la abuela cómo se dice "gracias" en su idioma. Ella se ríe bajito y responde que se dice igual, pero más sentido.


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 Judithe Hernández
 Judithe Hernández

Blanca y los jueves de lavandería


A Blanca nadie la llama Blanca. En el edificio todos le dicen “la señora de los pasteles”, porque cada diciembre baja con una charola enorme de tamales y un pastel tres leches hecho en su horno diminuto. Dice que no le gusta el apodo, pero se ríe cuando se lo dicen.


Vino a Los Ángeles en el 98, con una mochila, dos mudas de ropa y una carta doblada en cuatro. No hablaba inglés, pero sabía decir “clean” y “fast”, que le bastó para conseguir trabajo en una lavandería industrial cerca de Pico-Union. Ahí lavaban sábanas de hoteles, toallas de gimnasios, uniformes de hospitales. Era un ruido constante de vapor, metal y gritos suaves.


Blanca no tenía papeles. Nunca los tuvo. Cada vez que escuchaba helicópteros bajaba la mirada. Cada vez que sonaba su celular y no reconocía el número, sentía que se le encogía el pecho. Aun así, nunca faltaba al trabajo. Dieciséis años seguidos sin un solo día de descanso voluntario.


Una vez, el jefe quiso tocarla. Ella no gritó. Solo lo miró fijo, con los ojos como dos cuchillos limpios, y le dijo que si lo volvía a intentar, le quemaría las manos con la plancha caliente. Nunca más se atrevió.


Sus hijos crecieron en L.A. como si hubieran nacido ahí. Comían cereal con leche por la mañana y hablaban spanglish con una naturalidad que a ella le parecía milagrosa. El mayor estudió administración. La menor quería ser bombera.


Blanca tenía un secreto: todos los jueves a las seis de la tarde iba a una lavandería pública —aunque ya no trabajaba en una— solo para ver cómo giraban las máquinas. Decía que mirar la ropa dar vueltas era su manera de rezar. Ahí pensaba en su mamá, en su casa en Puebla, en el patio con geranios. A veces escribía pequeñas frases en servilletas:“Aún estoy aquí.”“El miedo se lava, pero nunca se exprime.”“Mi pasaporte es mi cansancio”.


Nunca pidió ayuda. Pero cuando, por fin, sus hijos lograron arreglarle un permiso de residencia, lloró en el DMV, en medio de desconocidos. “Por primera vez, un papel decía mi nombre sin miedo”.


Ahora Blanca es voluntaria en una escuela. Enseña a leer en español a niños que no saben si son de aquí o de allá. Les dice que sí, que se puede ser de los dos lados sin romperse.


Y aún hornea pasteles. Cada diciembre, como promesa de que sobrevivir también es una forma de victoria.


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Regreso sin regreso


El día que lo deportaron, Javier llevaba una camisa azul con una mancha de pintura seca y los zapatos rotos de tanto trabajar en construcción. No lo dejaron volver a su casa por sus cosas. Ni su cepillo de dientes, ni el cuaderno donde apuntaba los nombres de los árboles que quería plantar “cuando tuviera su terreno”.


Lo levantaron saliendo de una tienda, con una bolsa de pan y una coca. Fue rápido. Dicen que a veces es peor así, sin tiempo de despedirse. Lo subieron a una camioneta blanca, le tomaron huellas, lo interrogaron en un cuarto frío. Cuando preguntó si podía llamar a su hermana, le dijeron: “Tarde”.


Vivía en Los Ángeles desde los diecisiete. Llegó con su tío, durmiendo en un colchón inflable que se desinflaba cada noche. Aprendió a mezclar cemento, a colgar paneles de yeso, a hacer rendir veinte dólares hasta el viernes. Jamás se metió en problemas. Ni multas tenía. Solo no tenía papeles.


Construyó casas por veinte años. Irónico: ayudar a levantar hogares ajenos y no tener la certeza de poder quedarse en el propio. Nunca compró un carro nuevo, pero sí una bici con canasto. En ella llevaba flores para su novia, tortillas los domingos y herramientas entre semana.


Cuando lo deportaron, sus vecinos guardaron sus cosas en cajas. La hermana puso una veladora junto a su mochila y una carta sin abrir del consulado mexicano. Su novia lloró en la esquina de la calle, donde él siempre la esperaba.


Lo dejaron en Tijuana. A un lado del muro. Con un papel que decía “salida voluntaria” y cien dólares arrugados.


Los primeros días no hablaba. Solo caminaba. En un parque, se sentaba a ver los aviones pasar. Pensaba si alguno iría a L.A., si alguien estaría escuchando las mismas canciones que él.


Un día, compró una libreta y escribió:“No me fui. Me arrancaron.”Después:“No regresé. Me soltaron.”Y finalmente:“Sigo siendo yo, aunque no sepan dónde dejar mi nombre.”

Ahora vive en un cuarto en Mexicali, ayudando a otros deportados a hacer llamadas, llenar papeles, encontrar al menos una silla donde sentarse sin sentirse criminales. A veces sonríe. A veces llora al ver una palmera igualita a las de Vermont Avenue.


Todavía sueña con Los Ángeles. No como una ciudad, sino como una canción que no termina. Una donde, aunque lo hayan sacado, aún lo espera su sombra.


Anitzel Díaz


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